20091023
LOS PIONEROS
MARGARITA ALVARADO, MARIANA MATTHEWS Y CARLA MÖLLER Colección Relatos del Ojo y la Cámara. Fotografía Patrimonial Chilena (Biblioteca Bicentenario) Santiago: Pehuén Editores, 2005, 2006, 2007, 2009.
RESEÑA
por Cristián Labarca Bravo
¿Es posible reconstruir el pasado?
¿Es posible retroceder un siglo mirando fotografías?
¿Por qué se convierte en urgente necesidad el regresar de tarde en tarde a ese espacio-tiempo que no vivimos, por lo tanto difícilmente podríamos recordar?
¿Qué nos atrae de ese ropaje, esos muebles, esas costumbres... lejanas, anticuadas, en desuso? ¿Qué de aquello que ya no existe? ¿Ansias cognoscitivas, mera curiosidad o algo más; la ilusión de un supuesto eterno retorno, el regreso al origen, la conformación indispensable de aquello que, por no encontrar mejor nombre, denominamos identidad? ¿Se encuentra esta -la identidad- en una o más fotografías?
Todo fotógrafo –y yo me precio de serlo- ha sufrido ese estado de vulnerabilidad que provoca mirar “fotografías antiguas”. Denominaremos así, con soltura y en primera instancia, a estos fragmentos de espacio y tiempo que, sabemos, no son sino construcciones culturales emanadas del intelecto humano, el mismo que nos permitió concebir la palabra, el lenguaje y la escritura para comunicarnos y registrar la historia, y que desde hace casi dos siglos nos permite servirnos de un pequeño aparato (el principio de la cámara oscura varias veces perfeccionado) como medio de expresión.
Frente a estas fotos viejas se nos hace latente cierta nostalgia de lo no vivido, el desaliento ante lo desconocido, conocimiento mediado o transmitido por otros... en definitiva: la imposibilidad de acceder al todo encadenada al penoso conformismo que genera la contemplación de la parte, el fragmento. Por supuesto que lo anterior es aplicable al visionado de imágenes en general, no necesariamente patrimoniales, con la salvedad de que -se nos olvida de tan habitual- no acostumbramos denominar “patrimonio” a lo contemporáneo: Frente a una tarjeta postal del Lago Llanquihue, en el sur de Chile, captada en lo que va de la década, nos sentimos aún reflejados en lo que creemos un presente, precario quizás, pero presente al fin; contemporáneo, asible, cercano. Y es curioso, ya que sabemos de sobra que el tiempo que empleamos en verbalizar la palabra “presente” es ya tiempo ido: pasado.
El pasado no se reconstruye, por más entusiasmo que pongamos en tamaña tarea. Y la fotografía -más aún: un puñado de fotografías-, difícilmente podría contravenir esta máxima. El pasado yace muerto (o fotografiado) en ese cúmulo todavía finito de registros fotográficos -¡instalaciones!-, conservados y restaurados por la humanidad, abrazada a este precario vínculo material con su historia. El pasado sólo puede reinventarse y, en pleno siglo XIX, la fotografía se convirtió en la herramienta más idónea al momento de emprender esta aventura. Mucho antes de la irrupción de los medios de comunicación masivos y las revistas que abrieron ventanas a mundos remotos y exóticos (otredad que en tiempos de globalización nos permite reconocer diferencias y particularidades), estos pioneros fotógrafos descubrieron que su batalla contra la muerte estaba perdida desde el comienzo, no así la posibilidad creativa y fascinante de registrar, desde una infinidad de prismas y subjetividades, las huellas de los fantasmas del futuro.
Es tal el desconcierto que nos produce la constatación del paso de un tiempo medido de forma lineal, cronológica, que frente a estas imágenes arrancadas de épocas remotas, un observador acostumbrado a ver fotografías acepta, sin resignación alguna, que emane de aquellas un cierto valor que sólo les otorga el devenir de los años. Mareado con la ilusión de estar atravesando un pórtico espacio-temporal, el mismo observador acepta sin oponer resistencia que la imagen sea fruto de construcciones muchas veces carentes de especial atractivo estético, fotografías que, obtenidas del presente, construidas hoy con similares códigos de estilo y reglas de composición, malamente nos seducirían. Sustentan, entonces, las imágenes denominadas patrimoniales, su atractivo e interés en otros pilares muy distintos a los utilizados para sostener los imaginarios que hoy estamos construyendo. Pero son al mismo tiempo esos pilares –la idea de situarse, como el fotógrafo que ahí estuvo, en una butaca preferencial frente a escenarios, historias y actores que se restituyen especialmente para nosotros- los mismos que le otorgarán luego una cierta relevancia. Porque ¿qué evitará que los miles de millones de imágenes generadas sólo en lo que va del nuevo milenio, ya sea por turistas, fotógrafos aficionados o profesionales, dueñas de casa o artistas connotados, sean consideradas “patrimonio”, en quizás menos de un siglo?
En julio de 2005, la académica Margarita Alvarado y la fotógrafa Mariana Matthews (dos años más tarde se les sumaría Carla Möller, también fotógrafa, ya no sólo como coordinadora y productora, sino compartiendo el rol de editora) llevaron a cabo el primer capítulo de un antiguo desafío: editar libros que reunieran el quehacer de fotógrafos pioneros en su arte en Chile. El objetivo central de su labor investigativa era y sigue siendo “un acercamiento y un análisis de este patrimonio fotográfico” (Alvarado y Matthews, 2005: 9) a través de la producción de estudios monográficos. Se referían, claro está, al estudio de la mayor cantidad posible de imágenes obtenidas por fotógrafos de mediados del siglo XIX hasta los primeros tres cuartos del XX. Es decir; de las fotografías que se han logrado conservar (en el caso de Jorge Opazo, gran parte de su archivo habría sido destruido por su esposa, inmediatamente después de fallecer el fotógrafo). Es, por ende, el estudio de un fragmento en todos los niveles posibles. No es la investigación profunda de un período histórico a partir de la totalidad de imágenes (de por sí reducciones) existentes de esa etapa, tampoco desde un cúmulo de fotografías de propiedad de un único testigo. No es el estudio de estilo de un autor a partir de la totalidad de su obra (algo que sí se podría adelantar hoy, por ejemplo, con el archivo de un Claudio Pérez o una Paz Errázuriz... quizás de Sergio Larraín), ni el análisis acabado del propio objeto de interés de alguno de estos fotógrafos, por ejemplo el mundo mapuche. En cambio, hay un poco de todo lo anterior en la colección Relatos del Ojo y la Cámara. Fotografía Patrimonial Chilena, a cargo de las expertas antes mencionadas.
A través de la colección de fotografías que se conserva de la familia Valck, Alvarado y Matthews, junto a la historiadora Carolina Odone, nos adentran en distintas facetas de la vida de una pareja de colonos alemanes que, provenientes de Hamburgo, desembarcaron en la ciudad de Valdivia, el 12 de diciembre de 1852, iniciando una rica estirpe de fotógrafos. Es el primer tomo de la colección: Los pioneros Valck. Un siglo de fotografía en el sur de Chile (2005). De la mano de Christian Valck y Elisse Wiegand, como de algunos de sus descendientes (sus hijos Jorge y Fernando, sus nietos Arnulfo y Bruno), nos enteramos de su contexto familiar y social, atisbando apenas, por medio de las fotografías construidas por estos, los ribetes en sepia de una etapa de nuestra historia. A juicio de Odone, Valck no sólo fue un pionero, además fue el “retratista de una época” y el impulsor de un “legado visual” que “traspasó la vida y la muerte de sus protagonistas” (Odone, 2005: 13). Sin embargo, el volumen ofrece en mayor medida retratos extraídos del álbum familiar, de otros colones alemanes y de los clientes (generalmente de las cúpulas sociales más altas) que estos fotógrafos solían recibir en sus estudios en Valdivia, Valparaíso, Concepción y Chillán. Los modelos posan según las convenciones de la época y lo que resulta más interesante es la manera en que los Valck se enfrentaron, mediante la fotografía, al mundo mapuche (en particular Christian Enrique, el padre de familia). De hecho, se trataría de un registro etnográfico inaugural, en lo que al mundo mapuche respecta, construido tanto en estudio como en exteriores. Por regla general, los mapuche son retratados como ejemplares de una etnia o cultura, pero jamás se acompaña las imágenes de los nombres de las personas fotografiadas. Estas imágenes no sólo testimonian uno de los primeros encuentros del que se tenga registro entre representantes del mundo mapuche y la fotografía, sino que son, además, claro ejemplo de los hábitos representativos de esos pioneros. En consecuencia: la manera en que los huincas vemos, pero por sobre todo queremos ver, a los representantes de esta cultura.
Al respecto, mención aparte merece el documentado y metódico estudio que hace más de una década viene realizando Margarita Alvarado. Uno de sus ensayos –el más esclarecedor- sobre la negación de la identidad mapuche y la fabricación de un imaginario reduccionista, se encuentra en otro libro de la misma Biblioteca Bicentenario: Mapuche: Fotografías siglos XIX y XX. Construcción y montaje de un imaginario (2001, Santiago, Pehuén Editores).
Casi como complemento de la entrega inicial, en un segundo libro, publicado un año después: Rodolfo Knittel. Fotógrafo y viajero en el sur de Chile (2006), Alvarado y Matthews nos ofrecen la producción simbólica de este descendiente austriaco nacido en Chile, que optó por evitar la fotografía de retrato, priorizando vistas de paisajes y un registro más acucioso de la ciudad de Valdivia entre 1858 y 1909, año en que un colosal incendio se ensañó con gran parte de la ciudad. En consecuencia, con Knittel se aprecia en mayor medida al “retratista de época” que Odone vio en los Valck. Basta con hojear el volumen para sentirse más próximo a la historia de una ciudad constantemente azotada por catástrofes de todo tipo; incendios, inundaciones, temblores y hasta una tromba, inclemencia de la naturaleza que sedujo profundamente a Knittel, así como a su inseparable compañero de viajes Erico Volkmann, ambos grandes conocedores de la región de Los Lagos.
Con Jorge Opazo. Retrato fotográfico, imagen y poder. (2007), tercer volumen de la colección, Alvarado, Matthews y Möller constatan el necesario giro hacia la expresión personal, el distanciamiento con esas ansias de registro que intenta ser fidedigno, iniciado por excepcionales individualidades de la fotografía chilena, a mediados del siglo XX. Con entusiasmo, las investigadoras sentencian que “podemos percibir claramente cómo –sobre todo en la gran capital- se intentó rebasar el carácter de ‘registro’ que muchas veces se le atribuía a la fotografía, a través de la producción de inéditas modalidades expresivas, la búsqueda de nuevos lenguajes visuales y la experimentación técnica y de otras formas de fotografiar”. (2007: 9).
Opazo es, de entrada, un sujeto excepcional: el único fotógrafo presidencial que ha logrado fotografiar consecutivamente, entre los años 1938 y 1964, a seis mandatarios (Pedro Aguirre Cerda, Juan Antonio Ríos, Gabriel González Videla, Carlos Ibáñez del Campo, Jorge Alessandri y Eduardo Frei Montalva) y el pertinente ideario político que en cada caso se deseaba transmitir. De sus retratos de sociedad aún emana la elegancia que recreó algo del glamour hollywoodense, al enfocar los rostros de personalidades como Agustín Edwards Eastman, la pianista Rosita Renard, los pintores Camilo Mori y Mario Carreño, la escritora Alicia Morel o la actriz Malú Gatica, entre muchos otros. La revista Zig-Zag fue plataforma impulsora de su accionar creativo, la ficción que lleva a Mariana Moreno, autora de uno de los tres ensayos que acompañan esta recopilación, a subrayar que “en el caso de los retratos de sociedad, el trabajo de Opazo representaba la imagen que este grupo tenía de sí mismo y la forma en que querían ser vistos por los otros” (2007: 21).
La colección se cierra, por ahora, con un cuarto volumen que, siguiendo la alternancia retrato (Valck, Opazo) – paisaje (Knittel), se centra en la contemplación panorámica del espacio. Se trata de Roberto Gerstmann. Fotografías, paisajes y territorios latinoamericanos. (2009), trabajo que sintetiza la tarea creativa de este fotógrafo alemán que en 1927, a sus 28 años, se vino a Chile, lugar donde asentó la base de operaciones que le permitiría desarrollarse en su especialidad; en palabras de Carolina Odone: “las vistas artísticas del país, la fotografía aérea, las tomas de minas, estancias e industrias, además de la fotografía para expediciones de alta cordillera” (2009: 19).
Trabajador incansable, Gerstmann no cesó hasta que tras dos años de itinerancia por el territorio nacional (entre 1929 y 1931), consiguió sumar unas diez mil tomas fotográficas que lograron dejarlo satisfecho. Se adelantó así en casi tres décadas a la aventura de otro coloso: Antonio Quintana y su equipo de fotógrafos que a comienzos de los ‘60 montarían la monumental exposición El rostro de Chile.
Pero no sólo eso. Gerstmann también agudizó la mirada en ciudades de países cercanos como Bolivia, Perú, Colombia y Ecuador, consiguiendo imágenes de factura impecable que agrupó, a modo de ensayo o diarios de viaje, en álbumes exquisitamente diseñados. Uno de ellos, el de Perú (Ca. 1940), cuenta con 92 páginas y unas 644 fotografías de diversos formatos. Alejándose de la toma de paisajes y aproximándose al reportaje periodístico, Gerstmann construye imágenes de indudable belleza, como la de un grupo de personas concentrada en algún edificio de Chinchero, en el Valle Sagrado de los Incas (Urubamba), donde destaca una madre que carga a su pequeño en la espalda y que de pronto parece percatarse de la presencia del fotógrafo o alguien más, girando la cabeza hacia sus espaldas y permitiendo al observador el goce de evocador rostro.
De la mano de Christian Enrique Valck y sus descendiente, como de Rodolfo Knittel, Jorge Opazo y Roberto Gerstmann, la colección Relatos del Ojo y la Cámara. Fotografía Patrimonial Chilena, es un poderoso y postergado aporte al conocimiento de una historia esquiva, abundante en abismos y todavía carente de las miradas críticas suficientes para abordarla como objeto de estudio. Por eso el trabajo silencioso de Margarita Alvarado, Mariana Matthews y Carla Möller alcanza la merecida resonancia; gracias a su esfuerzo por desenterrar la vida y obra de estos viejos-nuevos fotógrafos, hoy disfrutamos la dulce ilusión de estar más unidos y cobijados bajo un mismo techo. Nos sentimos más próximos a una arquitectura, un paisaje, una historia, una cultura y una geografía en común. Y por ello agradecemos, claro está, a estos pioeneros fotógrafos; los recompensamos por legarnos las primeras hebras de este relato visual que bien podemos –debemos, nos urge- denominar: identidad.
Me quedo, sí, con la reflexión que ya en el prólogo del segundo volumen de esta colección: Rodolfo Knittel. Fotógrafo y viajero en el sur de Chile, consignó el también fotógrafo y periodista Miguel Ángel Felipe; del infatigable esfuerzo por registrar su entorno, de estos fotógrafos nos llega algo –sólo algo- de lo que quisieron decirnos a propósito del mundo y de cómo lo veían, y “llega también, y aquí no queda más remedio que sobrecogerse, una suma poética de informaciones incompletas, de secretos que se cuelan sin permiso en estas imágenes creadas con el incorregible afán de explicar lo inexplicable” (Felipe, 2006: 12).
Es esa falta de respuestas, conscientes de que siempre es más atractiva y sugerente la pregunta, la que nos engrandece como humanidad. Y, por cierto, como fotógrafos.
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