20070621

EL ESPEJO. Fotografias de DIEGO FLORES

© Diego Flores Briones. © All rights reserved.


© Cristián Labarca Bravo. © All rights reserved.

No es la tolerancia la característica esencial del ser humano. No es esa capacidad que intentamos y debemos tener hombres y mujeres para aceptar y comprender a aquel que es distinto, ya sea por motivos aparentemente superficiales como el modo de vestir, hablar o comportarse (y hasta el favoritismo por cierto club de fútbol), o razones más complejas como el apego a una religión, el marco cultural, la raíz racial, el origen-lastre socioeconómico, la ideología política o el gusto. Hombres y mujeres, con suerte y fuertes excepciones colectivas en pleno siglo XXI, hemos llegado a aceptarnos con nuestras diferencias, esenciales e irreversibles.

Y a veces ese “diferente” es parte de nuestro círculo más próximo e inmediato y estamos obligados a convivir con él o ella. A veces es el nuevo integrante de la familia, por ende un nuevo miembro de la sociedad que hemos forjado, precisamente, a punta de acuerdos que nos permitan zanjar diferencias inicialmente insoslayables. A veces conseguí vencer el miedo –ese miedo que violenta- a aquel que se me presentó distinto, ya sea por el color de su piel, su condición sexual o por su opción religiosa o política. Y hasta me sentí orgulloso -¡librepensante, progresista!- de aquel logro.

Pero ¿qué sucede cuando la “otredad” se presenta aún más distante, en feroz contrapunto con mi racionalidad, con mis costumbres, con las convicciones y convenciones de las que me armé para hallarle sentido y lógica al siempre difícil entorno, producto de una alteración mental? Ante la enajenación, el desvarío, la desconexión completa o parcial de ese otro que, salvo aquello, en nada se diferencia a mí, ¿qué actitud tomo?

Hace algunos años, Diego Flores debía enfrentar el último paso como estudiante en la carrera de fotografía; su proyecto de título por medio de una tesis. Debía, como reza la tradición, escoger y desarrollar, desde la fotografía, una temática. Decidió indagar en la locura. ¿Qué es? ¿Cómo enfrenta la sociedad chilena las distintas aristas de esta enfermedad? ¿Dónde están las personas que la padecen? y... ¿en qué condiciones?. Con estas interrogantes en la cabeza se trasladó al Hospital Psiquiátrico El Peral, ubicado a la altura del paradero 29 de la avenida La Florida, en la comuna de Puente Alto. En su génesis, hace más de 80 años, el recinto se proyectó bajo la idea de incentivar en sus extensos predios una comunidad agrícola. La iniciativa, llevada a cabo durante algún tiempo, no se sabe bien cómo ni cuándo, abortó.

El “Open Door”, como se le conoce popularmente, y su población mixta de 350 personas, recibieron el año 2001 al joven fotógrafo que pronto se vio deambulando y compartiendo con los eternos habitantes de El Peral, distribuidos en ese entonces en 10 pabellones. Gracias a la firme intención –no así a la exigua inyección de recursos- de reformar la visión que la psiquiatría tiene de su objeto de estudio, dos años más tarde el Sector de Larga Estadía contaba ahora con una población mixta de 225 personas (de entre 18 y 60 años), distribuidas en 8 pabellones. Se impulsaba, cuenta Flores, la salida de pacientes a hogares protegidos, rechazando nuevas internaciones en el Sector de Larga Estadía y buscando una reconstrucción paulatina del servicio, para que con el tiempo llegase a albergar en sus dependencias sólo a pacientes ambulatorios. Se atendía así a lo que señaló, en el informe mundial de la salud 2001, la doctora Gro Harlem Brundtland, Directora General de la OMS: “...Se establece que no habrá discriminación por motivo de enfermedad mental... toda persona que padezca una enfermedad mental tendrá derecho a vivir y trabajar, en la medida de lo posible, en la comunidad... todo paciente tendrá derecho a recibir el tratamiento menos restrictivo y perturbador posible”.

Los esfuerzos, claro, han sido insuficientes. “La gran mayoría de la población interna tendrá como hogar el Hospital hasta su muerte”, concluyó Flores luego de su breve estadía en esta especie de ghetto infernal bien barrido bajo la alfombra, semi oculto en las afueras de Santiago, tan lejos, tan cerca... lo suficiente al menos como para que podamos ignorarlo sin mayores cuestionamientos.

Fármacos, sueño, comida, fármacos... la rueda gira de manera idéntica e imperturbable, para algunos hace más de 20 años. La rutina de las personas afectadas por este tipo de patología, fue una de las situaciones que llamó la atención a Flores. También la falta de cuidados y estímulos, el encierro, la sensación de apatía constante, el desamparo. Y fue esto lo que, provisto de una cámara fotográfica, el profesional quiso registrar; la árida cotidianidad de los internos, sus carencias, sobre todo afectivas, producto de una sociedad que les da la espalda.

La fotografía de Diego Flores expone -desde el documental, pero sobre todo desde su voz como autor en ciernes, producto de la década que abrió el siglo- la oscuridad que desde el sanatorio mental nos acecha silenciosa. No por casualidad, el fotógrafo presentó su tesis y ahora este libro con el sugerente título de “El espejo”. En su afán por registrarlo todo, conversó con los miembros de la comunidad de El Peral e incluyó sus testimonios en su proyecto de título, presentado en 2003 al Instituto Profesional Arcos. Desde ese texto, sus voces siguen resonando: “Ataque de nervio me lo dijo un doctor, no un enfermero, un doctor, me lo dijo, en Valdivia”... “Antes ponían electro en el Barros Luco. Aquí hay gente del Barros Luco”... “Después me siguieron pegando, me llevaron, pabellón siete, de todas partes me pasaban puro pegando”... “Son enfermos, hay que perdonar a los enfermos, uno está aquí también por enfermo”... “Tengo todo, tengo lo que tengo, veo tele”... “No llevo documento, o sea, que aquí el carné me lo tiene la doctora”... “Para mí es ideal, tranquilo nadie me molesta no molesto a nadie. No ando dando lástima en la calle”... “Dicen que el diablo es el mal de dios”... “Quiero pedirle al señor que me sane. Soy católico y evangélico nada más”... “Soy el espejo yo de los cabros chicos que están allá, me trajeron pa`acá, no podía estar yo allá...” (sic.).

Afortunadamente para nosotros, quienes nos enfrentamos a la experiencia de mirar las fotografías de Diego Flores (no así a la experiencia del fotógrafo en terreno), su trabajo no llegó hasta ahí, no se conformó el fotógrafo con el mero registro ni la recopilación de información, tampoco con la idea de “revelar la realidad del interno” –como rezaba el objetivo general de su tesis-, denunciándonos, desenmascarándonos (y atizando nuestra mermada sensibilidad de paso), a través de sus imágenes, como sociedad que permite y fomenta inframundos paralelos. La inquietud inicial por dilucidar las preguntas clásicas frente al tema de la locura, no abandonó nunca a Flores. Sin embargo, dentro de El Peral, este no tardó en comprender que, ante nuestros propios “olvidados”, su rol podía ir más allá que la del simple testigo presencial que lucha por conseguir la vieja quimera del ser objetivo. Sus imágenes, producto del involucrarse respetuosa y profundamente con el entorno escogido y en particular con el ser humano que encontró al traspasar el pórtico de El Peral, ofrecen hoy la resimbolización de un tema que suele generar atractivo en el mundo fotográfico nacional, pero que hasta ahora nadie ha abordado con la seriedad y constancia debida. Las fotografías de Flores –sus retratos y las atmósferas calmas a punto de ser interrumpidas- nos recuerdan, 40 años más tarde, las palabras escritas por Michael Foucault en 1967: “Al loco se lo margina porque franquea por sí mismo las fronteras del hombre burgués”.

¿Encontró Flores los “locos” que buscaba en El Peral? ¿Están ellos más desquiciados que nosotros acá ”afuera”? ¿Acaso no permitimos y validamos con nuestra indiferencia su encierro, tal vez porque de pronto los descubrimos saltando el muro de nuestra prefabricada y estratégica cordura? Es, el de Diego Flores, un grito angustioso, el deseo constante y optimista del fotógrafo empecinado en “mostrar por qué este mundo debe cambiar”, las ansias todavía insatisfechas de que como espectadores acostumbrados al espectáculo, atisbemos por sobre la pantalla el fuera de cuadro y a la vez espejo frente al que intenta pararnos. Entre las tinieblas de El Peral, en la mirada inescrutable y dolorosamente fija de un hombre que nos interpela sin mediar palabras o frente a la mueca agria oculta tras la sonrisa de una mujer, podríamos encontrarnos de pronto con nuestro triste reflejo, tendidos al sol sobre un banca (¿esperando qué?), descendiendo aletargados, automáticos, por una escalera (¿al pabellón de patologías complejas... al andén del metro?), la mirada extraviada (¿desde la ventanilla de una micro?) o encuclillados bajo los ventanales inexistentes -las fosas oculares en nuestra propia calavera- cuyo negror es única compañía, apoyados en las paredes corroídas de nuestra última morada, verdadero limbo.

*Texto escrito para el catálogo de la exposición "El Espejo. Imágenes Sanatorias", inaugurada en la sala Joaquín Edwards Bello del Centro Cultural Estación Mapocho, el jueves 21 de Junio de 2007.






© Diego Flores Briones. © All rights reserved.

1 comentario:

†vanιa†™ dijo...

Interesantes fotografías de Flores, me encantaron, las veo y digo: veo el alma de la persona. Y eso me pasa muy pocas veces.

Gracias Cristián, encontré tu blog, está buenísimo :]